Flama Zafiro

cuento corto
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Flama Zafiro

En la era de la modernidad, los antiguos dioses habían sido olvidados; sus templos eran no más que atracciones turísticas y sus imágenes mero símbolos de culturas ahora desaparecidas. Aún con esto, ciertos dioses conservaban un misticismo alrededor de ellos. Tal era el caso de Quetzalcóatl, que aún en nuestra época seguía generando historias.

Una de ellas cuenta como un chico, de nombre Manuel, tenía un deseo tan desesperado que lo llevó a conseguir tantos libros, documentales y revistas había sobre aquel dios, como pudo poner en sus manos. Una lúgubre noche, en una tienda de libros usados de una calurosa ciudad al sur de México, encontró un plano de un sistema de cuevas subterráneas en una localidad cerca de donde él vivía. El mapa, que estaba hecho de un cuero en el cual podías notar los años que este tenía, además de marcar las cuevas y como se conectaban, señalaba con un pigmento rojo una ruta a seguir. Esta empezaba en una de las cuevas que estaban conectadas a la superficie, junto al dibujo de un particular árbol, y terminaba en una cueva que aunque no era la más profunda, solo tenía una entrada, algo singular en el laberinto que el mapa marcaba. En la parte inferior del mapa estaba escrita una frase en un idioma que el desconocía, por lo que decidió llevar el mapa con su amiga Esmeralda, una estudiosa que le podría asistir en la interpretación de tan curioso objeto.

Cuando ella lo vio, logró reconocer que el escrito estaba en un dialecto que se hablaba en una comunidad del estado; así que tomo una foto del mapa y después de un par de horas y un par de correos electrónicos lograron obtener una traducción. “La desesperación encontrará al que le busque y carezca de una causa noble y amigo de la mano” leía la leyenda del mapa. Esmeralda, quien conocía lo que tenía Manuel en la cabeza, trató de detenerlo, pero al fallar simplemente le indicó con quien podía encontrar más información sobre el mapa. Le indicó donde vivía Doña Ruby, una descendiente del pueblo que habla el dialecto en el que está escrito el mapa, por lo que al ir Manuel ella le explicó que ellos creían que una ventana a donde habita Dios se encontraba en aquella cueva. Le dio la típica advertencia de que los que entran no salen y le explicó que la parte del amigo no era literal; se refería a un objeto que le diera confort en tiempos de crisis, como la manta que usa un niño para cubrirse cuando se suelta una tormenta.

Manuel siguió investigando y a los días estaba listo para adentrarse en aquella boca de lobo. Logró encontrar la ubicación de la cueva donde empezaba el camino rojo, descubrió que los locales recomendaban entrar con una antorcha y no con una linterna, por respeto a la oscura naturaleza de las cuevas y finalmente consiguió su amigo, un libro que le había regalado su madre cuando era adolecente y que había sido punto clave en su formación y su forma de ver el mundo. El momento había llegado, se encontraba ante una abertura en una piedra tan pequeña que con suerte una persona podía pasar, estaba enseguida de un gran árbol de chicle como lo marcaba el mapa; era el inicio del camino rojo. Encendió su antorcha y se encaminó.

Aquel camino no solo era oscuro, pero era hogar de un silencio inquietante. A la lejanía se podía escuchar el agua que caía del techo a un charco formando estalactitas, pero fuera de ese ocasional goteo las cuevas estaban muertas. Sin el chillido de alguna rata o el rugido de alguna bestia que la usara como nido, lo único que podía oír Manuel eran sus pasos.

Navegar aquel lugar sin mapa hubiera resultado un verdadero desafío, pues cuando se encontraba con una encrucijada ambas opciones lucían igual de tétricas. Afortunadamente el mapa era lo suficientemente preciso y, después del paso de un par de horas, se encontraba en la boca de la ultima cueva.
Se encaminó dentro de ella a través del portal que formaban las estalactitas y las estalagmitas donde por fin se encontraba postrado al final del camino, con el libro de en una mano, la antorcha en la otra y un nudo en la garganta. Todo parecía tranquilo y ordinario, hasta que un fuerte viento sopló dentro de aquellos inhóspitos túneles apagando la antorcha de Manuel y segándolo momentáneamente.

Cuando logró recuperar la compostura lo invadió un único sentimiento. En su pecho se sentía un vacío, una presión, como si alguien estuviera sentado sobre él. Esta presión solo se aliviaba momentáneamente por el acelerado ritmo de su corazón.

¿Cómo no sentir tal miedo y ansiedad? Pues de un momento a otro se encontró ante una cabeza gigante cuya altura podría ser dos o tres veces la de él, y la cual contaba con unos penetrantes ojos color rojo, colmillos chuecos cuyo filo podría cortar las hojas cayentes de un árbol solamente al pasar frente a ellos y esta estaba adornada con una corona de plumas doradas. A aquella cabeza le salía un largo cuerpo de serpiente, el cual estaba cubierto en su parte superior por plumas de tales colores que las gemas mas preciosas les envidiaban. Estas formaban un arcoíris infinito porque aquel era un cuerpo sin fin, este se curveaba y doblaba hasta donde la vista podía alcanzar.

Era la mítica serpiente emplumada, prostrada sobre aquella cueva que después del viento no tenía ni suelo ni fin; solamente algo que asemejaba el cielo de una noche despejada, lleno de azules, morados y luceros que en esta ocasión no se detenían en el horizonte, pero abarcaban un todo.

— ¿Eres Quetzalcóatl? — preguntó el chico, después de haber tragado saliva y de reunir el valor para hablar.
— Si, soy Dios, si a eso te refieres — contestó la serpiente con la voz de un coro de voces humanas —Y estoy sorprendido de que estés aquí, hace mucho tiempo que no veía a uno de ustedes — continuó hablando sin mover algún musculo.
— Pues yo estoy aquí, y necesito que me ayudes — dijo el chico, apretando los puños para contener un llanto involuntario — Necesito despedirme de ella, no tuve oportunidad, pero… pero tengo que hacerlo —

Hubo un silencio que para Manuel se sintió como una eternidad, y durante aquellos momentos rompió a llorar, no podía con el recuerdo. Lizet, la prometida de Manuel, había muerto hacía ya más de un año. Un día ambos salieron de su hogar para ir a sus trabajos como ya era rutina, pero Manuel salió en prisas ya que iba tarde a una reunión. Ese día simplemente le dedicó una sonrisa y un gesto con la mano a Lizet en forma de despedida, sin saber que sería la ultima vez en la que ella le respondería con su sonrisa; aquel día ella perdió la vida en un accidente automovilístico.

— Una tragedia en el amor ¿verdad? — dijo el omnisciente ser — ¿o un amor con tragedias? — continuó — Cual sea el caso, ustedes saben las reglas. Tu sabes que no puedo hacer nada.
— ¡Eso no es cierto! — Gritó el joven con todas las fuerzas que su estomago y sus pulmones le dieron — Popocatépetl e Iztaccíhuatl, ellos eran amantes y mortales ¿no es así? Pero fueron inmortalizados como volcanes después de lo que les ocurrió ¿no? Tu tuviste que ver en eso —
— Popocatépetl no solo fue un digno guerrero, pero también realizó un gran sacrificio para poder cuidar de ella — dijo la serpiente sin inmutarse.
— ¿Y yo no soy lo suficientemente digno? Llegué hasta aquí, tu dijiste que hacía tiempo que eso no ocurría. Toma mi brazo, toma mi pierna, toma mi cuerpo entero o mi vida, no me importa. Necesito despedirme de ella ¿no ves que estoy maldito de amor? Estoy dispuesto a hacer el sacrificio de Popocatépetl — El chico ya no lloraba, ahora hablaba con una voz firme. Hablaba en serio.

La serpiente lo miro sin decir nada unos segundos hasta que le dijo — ¿Estás dispuesto a abandonar el lugar donde verás a tus ancestros y a tu descendencia por una tarea que será para toda la eternidad? — El chico no respondió, se limitó retar a aquellos ojos carmesí de la inmóvil presencia con una mirada hasta que ella respondió — Muy bien, en ese caso arderás por y con el amor que sientes. Te convertirás en una guía para los viajeros que buscan consuelo, un destello en el manto eterno, un lucero. Brillarás hasta que no haya más sobre donde brillar —

Al momento de acabar aquellas palabras, una flama azul como el zafiro empezó a consumir a aquel joven; pero este no sentía dolor o un calor insoportable como lo haría con la llama de un fuego de la tierra. En su lugar podía sentir todas las caricias y risas que compartieron el y su amada. En su corazón pudo sentir una calidez conocida, como la de aquel que llega a su hogar después de un largo viaje. Al tocar la flama sus manos pudo sentir como la tomaba ella para correr por el parque una tarde de Julio, al llegar a su pecho pudo sentir su cuerpo y como este le abrazaba con entusiasmo después de haber dicho que si a la propuesta de matrimonio, al llegar a sus labios pudo sentir otra vez su primer beso y cuando la flama llegó a sus ojos pudo ver todos los paseos por la plaza, todos esos picnics y cafés que compartieron; pudo verla sentada en el asiento del copiloto y escucharla mientras cantaba a todo pulmón todas las canciones que salían en la radio. Podía sentirla ahí, junto a él.

Antes de ser consumido totalmente por aquellas particulares llamas vio con ojos cristalinos a la serpiente y susurro una sola palabra — Gracias —.

Luis Angel Ortega ©